Quien
quiere ser admirado es porque no siente respeto por sí mismo. Somos educados
con sentimientos de culpa que arraigan profundamente en nosotros. Desde el
principio somos reprendidos por los padres, los maestros, los sacerdotes, los
políticos y toda la clase dirigente. A todos los niños se les repite
continuamente un único sonsonete: «Hagas lo que hagas, no está bien. Estás
haciendo lo que no debes hacer y dejando de hacer lo que deberías hacer». Todos
los niños reciben directa o indirectamente la impresión de que no son realmente
queridos, de que sus padres están cansados, de que en cierto modo se los tolera
o de que son una molestia. Eso causa una profunda herida en las personas y da
origen al rechazo de uno mismo. Buscamos admiración para ocultar esa herida. La
admiración es una compensación. Si te respetas a ti mismo, es más que
suficiente; si te gustas a ti mismo, no tienes necesidad de ninguna admiración
y ni siquiera la deseas, pues en cuanto empiezas a desear la admiración de los
demás, empiezas a comprometerte con ellos. Tienes que colmar sus esperanzas,
pues sólo entonces te admirarán. Tienes que acomodarte a sus dictados y no
puedes gozar de una vida en libertad.
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